Parece que, mientras Diógenes tomaba el sol, se le acercó Alejandro Magno, y le dijo: «Pídeme lo que quieras y te será concedido», a lo que el filósofo, después de meditar un rato acerca del ofrecimiento, respondió: «Hazte a un lado, que me estás tapando el sol». No quería otra cosa. ¿Para qué?
No me quites el sol; si un día las nubes lo tapan, lo dibujamos.
Tener no es poseer ni dicha ni felicidad. Felicidad es, simplemente, estar sentado en un banco contemplando eso, el sol, dejándote iluminar por su belleza poética; contemplar lo que nos rodea, sin prisa.
Es curioso cómo los momentos en los que sentimos una verdadera felicidad, nuestra felicidad, suelen ser momentos en los que ni pensamos ni nos dejamos llevar por deseos materiales o consumistas.
Esta mañana no necesitábamos nada más que ese baño de naturaleza, de vida, en unas fechas en las que parece que el consumismo comienza a desbordar la mente de muchos.
Pero hoy no quiero reflexionar sobre ese otro mal que nos atrapa y nos lleva: el deseo de tener, por encima de ese gran bien que nos haría el deseo de dar.
Estaba ahora mismo pensando, por ejemplo, en lo que algunas personas harán en el día de hoy: pasear, correr, trabajar, dibujar el arco iris a través de los chorros de agua de alguna fuente, contemplar la vida, la poesía, leer, escribir. Sin preocuparse de nada más que de sentir esos instantes de poética espiritual para llenar sus corazones de sonrisas, de momentos felices. Dichosos son.
Otros muchos, la gran mayoría, seguro, corriendo por esos centros comerciales consumiendo, atiborrándose de viandas y dejando en los platos más sobras de las habituales, atragantándose de enseres que no sirven más que para ocupar espacio, todo por el mero placer de tener y tener más. Envidiando, quejándose, prejuzgando. Estúpidos son.
Qué gran diferencia.
La sencillez de lo grande; la importancia de la nada.
Este momento me genera tanto placer como el que he tenido esta mañana bajo el sol. Ahora, envuelto en pensamientos, dejando a mis manos sueltas, dejándose llevar sobre el teclado y escribiendo aquello que puede parecer estúpido pero que, al fin y al cabo, no deja de ser parte de mi. Ese es el placer, esa es la verdadera felicidad, escribir lo que pensamos, la propia vida, por el mero placer de leernos a nosotros mismos.
En ese momento soy incapaz de ver, de leer; soy incapaz casi de pensar, aunque todos los pensamientos se agolpen en este pequeño cerebro mío. Es en este instante, en el que desde este sillón mi mente recorre otra vez esos campos, abraza las nubes o siente esa tierna mirada sin que me vea.
He llegado a desprenderme de mi mismo, como lo hago en estos cuadernos en los que voy desnudando ideas, reflexiones y pensamientos, clasificándolos y disponiéndolos para que vuelen en esa libertad que sólo la palabra provoca.
Me niego a que nadie trate de borrarme momentos así. Tampoco soy nadie yo para borrar los momentos de felicidad de otros.
Adquirir tiempos así es adquirir el más preciado tesoro.
Lo presente es lo que tenemos y lo que dejamos pasar no vuelve.
Esta mañana amanecía entre azules, dejando poco a poco que el sol penetrase en el interior de la ciudad, en sus calles, sin prisa, pero de manera intensa.
Cuándo algo se vive de manera intensa queda prolongado en un tiempo mayor del que tarda en suceder.
Disfrutar de la vida es vivir el presente.
Respirar este olor, pisotear estos campos, contemplar el sol que se escapa inmenso, poético y sentir esa cálida y verde mirada desde la lejana cercanía.